José Luis Parra
Mientras medio país se revuelca entre los escombros de la pobreza presupuestal y el otro medio busca en Google cómo hacer rendir 200 pesos en la quincena, hay jóvenes bendecidos por la gracia divina del apellido. Uno de ellos: Augusto Andrés López Estrada, hijo del senador Adán Augusto, que, sin título profesional pero con muy buenas conexiones, cobró como si fuera abogado de altos vuelos en la Cámara de Diputados.
El muchacho recibió 805 mil pesos brutos —más de lo que ganaría un docente en cinco años— por “servicios profesionales” al grupo parlamentario de Morena. Todo esto mientras aún cursaba la licenciatura en Derecho.
Pero no se apure, no fue becado de Jóvenes Construyendo el Futuro. Fue “contratista independiente”, según los contratos firmados con la bendición de la directora de Recursos Humanos del Congreso. Nada de subordinación ni horarios. Todo muy moderno, muy emprendedor. Pura meritocracia legislativa.
En 2022, cuando la prensa le cuestionó a Adán Augusto por qué su hijo andaba en San Lázaro, respondió con la sonrisa de quien juega a ser humilde: “Está haciendo su servicio social”.
Qué bonito sería que todos los estudiantes del país hicieran su servicio social con 35 mil pesos mensuales. Se acabaría la fuga de cerebros y hasta sobrarían pasantes. Pero no, los documentos disponibles en la Plataforma Nacional de Transparencia destrozan esa versión tierna. Lo del “servicio social” fue un eufemismo con cargo al erario.
Mientras algunos hijos del pueblo sacan copias y cafecitos en sus prácticas profesionales, otros firman contratos en serie y presentan su declaración patrimonial desde el Congreso. Porque claro, si vas a ganar más de medio millón de pesos, hay que cumplir con Hacienda. El joven Augusto Andrés apenas se tituló en marzo de 2025, pero eso no impidió que trabajara como “profesional del Derecho” desde 2022. Eso es visión.
En 2023 se embolsó 349 mil pesos netos, y en 2024 otros 145 mil hasta mayo. No está mal para alguien que todavía tenía que presentar parciales y hacer tareas.
La cereza del pastel es el contexto. Adán Augusto no es cualquier senador. Es un personaje que se codea con la crema del obradorismo y arrastra su propio equipaje: depósitos millonarios, un exsecretario de Seguridad en la cárcel y un cúmulo de sospechas que se barren bajo la alfombra ganadera y notarial. Ahora se le suma un hijo precoz, hábil para los contratos, pero lento para titularse.
Nada fuera de lo común. En la 4T se presume austeridad, pero se hereda el poder con la misma ternura con la que se pasa un panecillo en la sobremesa familiar.
Los contratos no son ilegales. Eso que quede claro. Todo fue público, todo está en orden. La inmoralidad no se persigue. Pero es justo ahí donde se pudre todo: en lo “legal”, en lo permitido, en esa zona gris que permite convertir al Congreso en una agencia de colocación familiar.
¿Mérito? Claro. El mérito de llamarse López.
¿Transparencia? Por supuesto. Transparencia para exhibirnos a todos la impunidad con sonrisa de campaña.
Porque en este país, los hijos de algunos nacen aprendidos. Y los hijos de nadie, aprenden que no basta estudiar: hay que apellidarse correctamente.
