Fuera de Todo
Denise Díaz Ricárdez
Por décadas, el grito de “¡2 de octubre no se olvida!” ha resonado en las calles del país como una denuncia contra la impunidad, como un eco de la represión que no cesa. Pero a ese grito se sumó otro, más reciente pero igualmente doloroso: “¡Vivos se los llevaron, vivos los queremos!”.
El caso de los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa, ocurrido el 26 de septiembre de 2014, no solo reactivó el dolor colectivo, sino que reveló que los fantasmas de 1968 nunca se fueron.
Simplemente cambiaron de rostro.
Los estudiantes de la UNAM y del IPN que se manifestaban en la Plaza de las Tres Culturas buscaban mayor libertad, justicia y democracia en una época de autoritarismo priista.
Los normalistas de Ayotzinapa también se organizaban y protestaban, desde su trinchera rural, por un México más justo, más incluyente, más digno.
Lo escalofriante es que, a pesar de los años transcurridos entre ambos hechos, la respuesta del Estado fue, en esencia, la misma: represión y encubrimiento.
En 1968, el gobierno de Díaz Ordaz pretendió negar lo evidente: un crimen masivo orquestado por el Ejército. En 2014, el gobierno de Peña Nieto ofreció una “verdad histórica” que se derrumbó ante la evidencia forense, periodística y judicial.
El problema es estructural: México sigue siendo un país donde protestar puede costarte la vida. Donde los jóvenes, organizados y críticos a veces son vistos como amenazas.
Donde la justicia llega, si acaso, a cuentagotas y con décadas de retraso. Hoy, decir #NoSeOlvida no es solo recordar dos tragedias.
Es nombrar la deuda que tenemos con las madres y padres de Ayotzinapa, que siguen esperando justicia.
Es mirar hacia atrás para exigir un presente diferente, donde ser joven, estudiante y rebelde no sea una condena.
No se olvida, porque sigue ocurriendo.